Érase una vez, en el bonito pueblo de Bellver de Cerdanya , una niña llamada Aldonça Rossa. A pesar de tener sólo doce años, era ya muy valiente y espabilada, y su padre la enviaba a comprar y vender productos para poder traer algunas monedas a casa. En uno de estos viajes, mientras iba hacia Puigcerdà para vender una gallina y semillas de cáñamo, se encontró a una mujer en mitad del camino. La mujer se presentó como la bruja Juanga y le contó las maravillas que hacía: volaba, creaba pociones, invocaba a seres mágicos y maldecía a quien le hacía la puñeta… ¡Hacía magia! La niña, embobada, sin pensárselo dos veces aceptó la propuesta de la bruja Juanga: dejar atrás su vida triste y humilde para convertirse en una bruja como ella. Aldonça lo hizo, sí, pero sin darse cuenta de que el precio para conseguirlo quizás era demasiado elevado… Tenía que renegar de Dios, de la Virgen y de todos los santos para poder vender su alma al mismo diablo.
Una vez convertida en bruja reanudó el camino hacia Bellver para empezar su nueva vida. Pero, casualmente o no, se halló con otra mujer. Esta vez era una curandera anónima que le enseñó a curar las paperas. Así pues, volvió a Bellver y gracias a lo que había aprendido por el camino ejerció de curandera. Su éxito era enorme y venía gente de todas partes para ver la brujita de Bellver –nombre con el que se la conocía.
Su fortuna fue tan grande como su popularidad, hasta que un vecino la denunció en la Santa Inquisición. Durante el interrogatorio que se celebró en la Casa de la Villa de la Plaza Mayor, ella confesó ser bruja y explicó que sobrevolaba el estanque del Malniu por las noches con sus compañeras y compañeros. Finalmente, todo terminó más o menos bien. Se le prohibió ejercer de bruja así como de curandera si quería seguir viva. Aldonça siguió viva, sí, pero perdió la fama, el trabajo y la fortuna.